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30/4/12

¡AUNQUE LADREN, CABALGARÉ SOBRE LAS PALABRAS!

Español Correcto

¡AUNQUE LADREN, CABALGARÉ SOBRE LAS PALABRAS!
Por Jairo Cala Otero

Periodista autónomo - Cultor del español

Pienso en la emoción que, hasta en sus entrañas, debió de sentir Miguel de Cervantes Saavedra cuando escribió el «Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha», y un airecillo emotivo recorre todo mi ser. Seguramente fueron jornadas pletóricas de emociones chispeantes; de encuentros con lo real y lo imaginario, llenos de placidez desbordante. Todo eso, y cuanto más se quiera, se siente cuando a ellas, las benditas palabras, se las cita para una empresa tan crucial como comunicar lo que se siente.

Hace un par de lustros no osaba escribir en primera persona. Hoy lo hago adrede. Porque es tiempo de hacer manifiesto el pensamiento íntimo, de decir lo que siento frente al maravilloso mundo de las letras; esculpir en oraciones gramaticales los laberintos emocionantes que tantos seres humanos no se atreven a explorar, por miedo quizás; o por desdén declarado frente al poder de las palabras. O es probable que, precisamente, por saber que ellas tienen magia y dominio, la gente que se automargina de su mundo sienta temor de enfrentárseles.

No es mi caso, por fortuna. Al contrario, he aprendido a conocerlas en su «intimidad». Puedo decir que son mis amantes, no me avergüenzo de confesarlo. Porque se dejan amar de manera grácil, muy distinto a como lo insinúan sus émulas de carne y hueso. Se llega a ser capaz de amarlas con ardentía y sin límites.

Porque las palabras, distinto a lo que millares de humanos creen, son cosas vivas. Tanta vitalidad poseen, que sin ellas ningún ser humano podría expresar lo que siente en lo recóndito de su insondable vida. Es merced a su encanto, a su magia, a su tersura oblonga al aparejarse entre sí para comunicar lo que el hombre siente que nuestro mundo exterior cobra algún sentido. A medida que ellas cooperan, en virtud del ardoroso amor que llegan a inspirar, no solamente se las conoce mejor sino que se entregan mayormente para facilitar todo eso que antes era imposible poner en un papel, para expresar un sentimiento particular.

¡Qué ingenio el de los fenicios! Ellos, engendradores de las palabras en una organización perfecta que bautizaron como alfabeto, perpetuaron su propia historia; lo hicieron para gloria inequívoca de los humanos, que ni mediana idea tenían por entonces de que con ellas, las benditas palabras, se podrían comunicar y entender con sus semejantes. Bendita la memoria de los fenicios, la de don Miguel de Cervantes Saavedra y la de otros no menos ilustres hispanos que les dieron lustre y señorío a ese poder.

Hoy nos topamos cara a cara con un fenómeno lastimero. A ellas, que han glorificado la presencia de los humanos sobre este planeta, se las está envileciendo. Una tempestad de pésimas costumbres las aturde, las sacude, las agita; pareciera haber intención de sepultarlas. Están zaheridas, fatigadas, mustias, marchitas, ofendidas, laceradas... Las adorables y nunca bien ponderadas y útiles palabras son blanco diario de pérfidos ataques. Quienes se han valido de ellas para hacerse entender, para expresar lo que sienten, para pedir lo que desean, para amar, odiar, ofender, perdonar, en fin, para vivir bajo la emancipación que ellas conceden en silencio las han traicionado. Las han conducido por campos sembrados de abrojos, y ellas han sufrido heridas de mil maneras.

Las palabras, mis adoradas amigas y servidoras fieles, tienen también su calvario: el del ostracismo cultural al que han sido empujadas por quienes no se han tomado el cuidado de auscultarlas, conocerlas y enamorarlas. A diario reciben golpes bajos, y heridas de muerte. Chicos, mujeres, ancianos y señores han embadurnado con hollín el esplendor de las palabras. Esa es la razón por la que ellas lucen mal y huelen putrefactas en muchos momentos de la vida diaria.

Mientras pienso en la gloria que conquistó ese español que sufriera mil vicisitudes terrenas -incluida la prisión-, antes de coronarse con los laureles que ellas otorgan a quienes las tratan bien, no puedo menos que rendir este sentido homenaje al idioma del que forman parte.

El español, cuyo día clásico (23 de abril) rememora el fallecimiento del gran vate, dramaturgo y prosista de Alcalá de Henares, don Miguel de Cervantes Saavedra, no puede morir. No va a morir nunca mientras miles de sus escuderos, como me precio de serlo, redoblemos esfuerzos para frenar la barbarie que se ejecuta contra tan magnánima belleza de la comunicación humana: las palabras.

A todos los «Sanchos» del mundo contemporáneo mi convocatoria: «ármense» de interés –solamente de interés- para rescatar de la degradación y la ignominia el más bello de los idiomas con que el Gran Hacedor del Universo nos premiara a los colombianos.

¡Aunque unos pocos ladren, seguiré cabalgando sobre el lomo de las benditas palabras!



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