EL SALVADOR ES DE TODOS

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1/11/11

ArteNet * Servicio internacional de información cultural * III

* Crónicas de Ahuachapán: La vida sigue adelante *

Por Mario Bencastro

Ahuachapán, fundada hace 149 años (1862), fue en tiempos precolombinos habitada por maya pokomames. Perteneció por un tiempo al país vecino Guatemala y fue el último departamento en agregarse a lo que ahora se llama El Salvador.

A pesar de su pequeñez territorial y baja densidad poblacional, la ciudad de Ahuachapán, rodeada de montañas y volcanes azules, situada a cien kilómetros de San Salvador, es de grandes contrastes sociales, económicos, políticos y étnicos. “Un paraíso pequeño y un infierno grande”, como lo denominan algunos lugareños nonagenarios que han visto serios conflictos explotar en las calles de sus barrios, como el levantamiento campesino de 1932 y la guerra civil de los años ochenta del siglo pasado, y la dolarización y las “maras” del presente.

Sin embargo, la vida en “la tierra de los ausoles” en ciertos aspectos ha cambiado poco. Los nativos aún saludan a conocidos y a extraños en la calle, se desean “buen provecho” en los comedores y restaurantes y están prestos a ayudarse con una cordialidad y hospitalidad que ha pasado al olvido en otras ciudades. Niños y adultos se tratan de “usted” y todavía pasean tranquilamente por los jardines de la plaza central frente a la imponente parroquia colonial.

Temprano en la mañana todavía se puede escuchar al panadero pregonar su mercancía y ofrecerla al cliente a domicilio. Uno puede mercar pan francés en la puerta de su casa, en piyama. Al rato pasará la mujer del queso fresco. Entonces podremos hervir el delicado café cultivado en las vecinas fincas de Ataco, y empezar el día en Ahuachapán como lo hicieran nuestros antepasados cien años atrás.

Esa mañana, las campanas de la parroquia repicaban con mayor insistencia que de costumbre.

–¿Por quién doblan las campanas? –le pregunté al panadero.

Con aire de sabelotodo, dijo:

–Una misa funeral.

Tuve la curiosidad de averiguar su punto de vista sobre el controversial Decreto 743 en que el Ejecutivo y el Legislativo coartaban el poder del Judicial pero me limité a pagarle el pan.

Por la tarde visité la iglesia y encontré al sacristán ocupado en trapear los amplios corredores. Le pregunté a quien habían dedicado la misa de la mañana.

–A don Efraín –respondió–. Es el aniversario de su muerte.

Mi tía abuela, en las vísperas de sus cien años de edad, se encargó de relatarme la vida del difunto.

Don Efraín heredó una suntuosa mansión colonial del centro de Ahuachapán de parte de su padre, don Eugenio, hijo de un antiguo hacendado de aquella zona cafetalera. Pasaba poco tiempo en la residencia, pues debía atender a sus fincas y obligaciones de la alta sociedad a que pertenecía, en que era asediado por las señoritas y damas distinguidas dispuestas a conquistar a aquel galán millonario cuyo propósito en la vida era la de un ejemplar don Juan, es decir, enamorar la mayor cantidad posible de mujeres sin casarse con ninguna de ellas.

Cuando en su mansión lo asaltaban urgentes deseos amorosos, a veces los satisfacía con su joven ama de llaves, Lucinda, cuyas relaciones procrearon a Berta. De sus noches furtivas con Milagro, la costurera, nacieron los trillizos Jesús, María y José. Sus encuentros con Celia, la lavandera, originaron a Mercedes. Y así, ninguna vasalla quedó exonerada del amor ardiente del patrón ni de amplificar la ya crecida suma de sus descendientes, todos albergados en aquella mansión, de los que sólo Berta fue reconocida legítimamente ante la alta y quisquillosa sociedad de Ahuachapán.

El día en que don Efraín se fue de este mundo la inmensidad de sus bienes se distribuyó entre la multitud de sus herederos. Berta heredó la mansión colonial y permitió que allí continuaran alojándose los sirvientes que en realidad representaban su familia y sangre, hermanos y sobrinos, convirtiéndose la bondadosa Berta en la madrina de aquella prole procreada por su padre.

También a Berta le llegó su turno de pasar a mejor vida y, según su testamento, se distribuyó la extensa mansión en partes iguales entre los miembros de la servidumbre e hijos. Algunos vendieron su parte y se marcharon de Ahuachapán para siempre. Otros fundaron allí familia, se multiplicaron, crecieron y murieron.

Con el paso del tiempo y de nuevas generaciones la antigua residencia perdió su suntuosidad. Incluso, ninguno de los habitantes de entonces recordaba a don Efraín, su ascendiente y antiguo hombre poderoso, cuya imponente mansión ahora era un descolorido y dilapidado conjunto de espacios que albergaban tiendas de baratijas, panaderías, cantinas y comedores.

Según el sacristán, la misa a don Efraín fue solicitada por un “hermano lejano” descendiente del antiguo y olvidado hacendado, quien había venido a Ahuachapán por unos días a vender una casa.

Así fue el pasado y continúa el presente en “la tierra de los ausoles”.

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